viernes, 30 de diciembre de 2011

A propósito del invierno

Es increíble -dijo-, cómo el alma más vieja que llevas
dentro es la de cuando eras niño. A mí me parece que
sigo siendo niño. Es el hábito más antiguo que tenemos...
                                                       Cesare Pavese


Nunca pude cantar de un tirón
la canción de las babas del mar, del relámpago en vena,
de las lágrimas para llorar cuando valga la pena,
de la página encinta en el vientre de un bloc trotamundos,
de la gota de tinta en el himno de los iracundos.

Yo quería escribir la canción más hermosa del mundo.
                                                   Joaquín Sabina





A veces me gusta pensar en el paso de los años, en cuántos cambios de estaciones ha visto pasar una persona en toda su vida hasta que finalmente llega el invierno a posarse sobre su cabeza, y su piel se parece a la de las pasas, y su cuerpo se encorva como cansado de un largo viaje.

Ayer pensaba en mis abuelas, en esas dos mujeres de caminar lento y con la mirada en el pasado,  como buscando una cosa que añoran o algo que puedan cambiar: un instante, una acción, una calle por la que no anduvieron ni andarán ya. A lo mejor es por ello que las más de las veces pienso en mí como un viejo -o como un Benjamin Button, por lo menos-. Hay veces en las que yo también me sorprendo escrutando el pasado, buscando no sé qué cosas.

Miraba a Ofelia anoche, la madre de mi madre, que comenzaba a llorar mientras me contaba cosas acerca de mi abuelo que no lo colocaban en una buena posición; y me vinieron imágenes como viejas fotografías dañadas por los lustros de una ciudad de Oaxaca que no conoceré nunca de primera mano (Así es como siempre veo las cosas que me cuenta mi abuela. Las fotografías incluso se vuelven más amarillas y sin embargo hermosísimas cuando me habla de su niñez, y de su padre y sus hermanos, y de cómo era esta ya vieja ciudad cuando ella era una niña. No me cuesta trabajo imaginarla de niña, quizás porque ahora, de algún modo, vuelve a serlo). Vi, de pronto, en esa mujer de nariz ancha y manos callosas por el trabajo de toda una vida, a la joven mujer que se quedó con tres hijos y una madre que entonces debía tener poco menos la edad de ella. Vi a mi madre y a mis tíos de más niños, durmiendo (como me ha contado alguna vez mi madre) junto a Ofelia que molía cacao en el metate. 
El escuchar toda esa historia me llevó también a pensar en mi abuelo, el hombre que dejó la casa hace ya otros tantos lustros, y al que conocí el año pasado. Recuerdo que ese día vi su rostro moreno, su cabello canoso peinado hacia atrás... vi entonces a un hombre delgado y algo encorvado que apenas y se parecía a la imagen que me hice de él en todas la veces que mi madre me hablaba de un Regulo esbelto al que le gustaba ejercitarse, que leía y que era  arrogante y hermoso, como un guerrero de algún tiempo olvidado por los años... Así lo imaginaba yo, como un guerrero soberbio cuya estatua yacía, hasta el año pasado, quizás enterrada por una tempestad que él mismo invocó en alguna parte de aquella era... su propio daño. Así lo imaginaba yo, y ese día, hace varios meses -lo terminé de comprobar ayer-, descubrí que el paso de las estaciones no afecta a los recuerdos, a las viejas historias, mucho menos a los sentimientos que con ellas van acompañadas en el corazón de las personas... pero sí a las personas mismas. Regulo ya no era más ese hombre del que me hablaba mi madre, ni ese mal hombre del que me hablaba mi abuela. Era, curiosamente, un viejo hombre herido al que la vida lo había cambiado. No sé... quizá es así como yo lo recuerdo ahora.

Aunque no conozco muy bien al padre de mi padre, al hombre que le enseñó, cuando de niño se metió en problemas, a hacerse responsable de sus acciones -Ismael era ferrocarrilero, me dicen, y murió asesinado cuando mi padre era niño, dejando a Margarita con seis hijos-, algo puedo decir a propósito de Margarita Velázquez. Lo que me gusta de ella, lo aprendí hace unos años, en Salina Cruz, de donde son ellos. A “la abue”, le gusta bordar en su máquina, leer el periódico -tiene buena vista, a pesar de sus ochenta y tantos años-, ver la tele...  pero en las tardes, cuando está en Salina Cruz, camina lentamente -a lo mejor por la edad, pero a mí se me antoja que su andar es más bien ceremonioso, como un ritual- hacia el zaguán, arrastrando su silla de plástico, ataviada con su bata y sus chanclitas. Cuando llega allí, coloca la silla en el umbral y se sienta a ver la calle -Ofelia también lo hace, pero ella se para detrás de la puerta y mira a la gente pasar. Yo creo que extraña caminar, cosa que ahora sus pies cansados y enfermos ya no se lo permiten, y por eso llora a veces mi abuela Ofelia-. Me da la sensación de que mi abue Margarita se vuelve entonces una niña otra vez, o una jóven, o la esposa de Ismael, o la madre de los pequeños Margot,  Glafira, Minerva, Eulalia, Luis y Felipe; y se ve caminando con ellos en la calle, o mirándolos jugar... el caso, es que yo creo que ella vuelve  a ser la soberbia joven mujer, la cabeza de toda esa pequeña dinastía de los Márquez Velázquez. Ella cuenta también historias -a veces algo distorsionadas por ella misma- de cuando todos éramos chamacos, yo me río cuando las cuentas porque sus relatos son más alegres y porque ella también ríe y hasta abre los ojos cuando lo hace. Ruego a la Luna, que si llego a viejo, sea como ella, que cuando recuerda se vuelve joven.

Ayer pensaba todas estas cosas y otras tantas con las que me quedo, en una intimidad que no debiera perturbarse. Ahora exploro con la vista la cocina en busca de café, me llega el sonido de la tele desde la habitación contigua; el teléfono suena, la noche cae y se vuelve más fría. Pienso en las estaciones que he visto pasar a lo largo de estos veinte años, algunas no las recuerdo ya, otras no quisiera recordarlas, otras más me hacen añorar tiempos pretéritos y varias me arrancan sonrisas. No sé si llegaré a viejo -no me gusta pensar mucho en ello- o si seré un Benjamin Button, y moriré como un recién nacido que cierra los ojos y duerme.

lunes, 3 de octubre de 2011

Años


Años, pasan como los ejecutivos, con prisa.
Uno los siente en la nuca,
en la palma de los pies
y en los ojos cansados.

Cansados de mirarlos bailar
con sus malditos verbos,
esos que ha creado el diablo,
esos que se usan tanto:

copretérito: amaba;
pretérito perfécto: una mentira;
condicional: conjugación mediocre;
imperativo: su nombre escrito en roca.

Todos sus Ante: he, hube, había,habría
                                                 [no sé qué cosa;
Subjuntivo: otra mediocridad.
Presentes y futuros: ilusiones del tiempo.
 
Años, pasan como los gatos en la noche:
silenciosos y veloces, camuflados en el aire,
hablando la lengua de los muertos.

Y uno los siente, en la memoria,
en los rostros. Pero no es consciente
de que pasan, hasta que los ve escritos.

sábado, 28 de mayo de 2011

Noctámbulos

Luna de mayo, insomne.

Fuego helado que se extingue
ante el diluvio antes del amanecer.

Nubes preñadas de lluvia
que en la noche clara
hacen del cielo cascada.

Los ojos de la lechuza
impasibles miran a Selene
sucumbir ante el aguacero.
Las salamandras se reúnen,
ahora para danzar,
ahora para cortejarse.

Como en el bosque húmedo
                                         [y lúgubre
en la ciudad llena de grises,
muchas veces los hombres,
como seres noctámbulos
se mueven en la fría oscuridad
casi predadores, casi presas.